martes, 15 de mayo de 2007

La voz indiscutible de la momia

¿Cuántos poetas, narradores, sociólogos, filósofos… han teorizado o parido ficciones acerca de la incomunicación y la soledad creciente que se cierne sobre los seres humanos en una sociedad cada vez más individualista y competitiva a ultranza como la “nuestra”? ¿Cuántas películas, novelas, poemarios, estudios científicos y sesudos ensayos se han derivado de profundas reflexiones o emocionados delirios acerca de este cáncer que nos asola? Sin duda, serían casi incontables. Pero a pesar de ello, tiene la realidad unas maneras tan crudas, tanta inexplicable incertidumbre, que no es difícil que llegue a superar a la ficción e incluso a las teorías más radicales y apocalípticas sobre el ensimismamiento al que nos ha terminado conduciendo el don del raciocinio.

Yo, que no me considero escritor ni científico ni filósofo, sí llevo mucho tiempo interrogándome sobre los síndromes y las fobias que se extienden como galope desbocado sobre nuestras “modernas y avanzadas” sociedades urbanas, y tratando de desentrañar hasta donde puede llegar nuestro patológico afán por aislarnos, y por considerar a los demás como enemigos o, simplemente, como ceros a la izquierda por los que no hemos de preocuparnos al ser tan evidente su inexistencia o falta de influencia o interacción en todo aquello que nos atañe. Y llevo escritas unas cuantas páginas al respecto, ya sea al dictado del hemisferio izquierdo de mi cerebro, ya con origen en el diálogo de mis enigmas irresolubles con su parte derecha. Pero nunca he llegado a aprehender en su plenitud y crudeza el enorme peso que la soledad y la incomunicación, como lastres, se desploman a cada instante sobre el ser humano, situándolo, aunque no aparezca en ellos, en los más altos lugares de los listados de especies en peligro de extinción. Porque, si algo nos diferencia, sin hacernos por ello superiores, del resto del mundo animal, amén de un mayor grado de inteligencia, es nuestro potencial para comunicarnos y asociarnos para tratar de alcanzar, a través de la cooperación, objetivos comunes y, entre ellos y en primer lugar, como corresponde a nuestra esencia animal, la conservación de la especie. Pero todo esto forma parte de la teoría, y, en la práctica, lo cierto es que el miedo, asociado al egocentrismo y la egolatría, nos ha terminado transformando en los seres más perversamente beligerantes para con sus semejantes, y llevándonos al punto de ser, dentro del reino animal, la única especie en la que sus individuos anteponen sus intereses particulares a los de la propia especie. Y, claro, de ahí a la soledad y la indefensión -por mucho que nos podamos sentir seguros, armados de arietes, adargas y máscaras- no media ni la breve evanescencia de un suspiro.

¡Qué rollo tan grandilocuente, y a la par falto de contenido, todo esto que acabo de tratar de expresar!, ¿no? Además de apenas entenderse, desprende un tufo a Armagedón propio de milenaristas trasnochados. Pues sí, yo mismo no alcanzo a entenderme con la nitidez necesaria, y, hasta hoy mismo, nunca he dejado de pensar que todas las reflexiones y espantosas conclusiones que a lo largo de mi vida me he venido haciendo sobre estos temas, no son más que el pútrido fruto que nace de mi sempiterno pesimismo en cópula aberrante y estéril con mi imaginación desbordante; fruto de ficciones delirantes sin ninguna conexión cierta con los hechos.

Pero hete aquí que hoy, la realidad, en forma de noticia de sucesos, ha venido a superar a la ficción y a diluir cualquier género de dudas que pudiese albergar como pobre coartada para la esperanza. Y es que, en una urbanización de Roses (Girona), el pasado sábado fue descubierto el cadáver momificado de una mujer que llevaba muerta nada más y nada menos que seis años. En todo este tiempo, nadie la ha echado en falta, ni sus familiares –con los cuales, al parecer, la fallecida había roto todo vínculo, pero ¡qué rotura tan pavorosamente incurable!- ni los vecinos, ni tan siquiera un triste inspector de hacienda o un trabajador a tiempo parcial encargado de la actualización censal. Y es que, según el alcalde de Roses, al tratarse de una urbanización de segunda residencia “la gente no está pendiente de los demás”. Pero ¿hasta ese punto? Pues sí, porque –no sólo en áreas residenciales dedicadas a segunda vivienda, sino también, aunque no tan acusadamente, en nuestros lugares de residencia habitual- cada vez tendemos más a “vivir” de puertas hacia dentro, a aislarnos, parapetarnos y “protegernos”, tras las paredes de nuestra casa, de los “riesgos” de un mundo exterior, cuyo oxígeno, derruidas las estructuras que propiciaban la comunicación y la vida colectiva, ha terminado por hacérsenos casi irrespirable.

Ni siquiera la entidad financiera en la que se encontraba hipotecada la vivienda de cadáver tan añejo, se preocupó, al dejar de recibir los pagos correspondientes, por indagar los motivos del impago. Aunque esto no es de extrañar en el mundo de la banca, donde esa publicidad en la que se destaca la atención personalizada que las entidades de crédito desarrollan para con sus clientes, no es más que la hipócrita máscara tras la que se oculta el carácter que realmente se nos asigna como meros números codificados y aplicados a la rentabilización a ultranza del negocio abusivo de la usura contemporánea. Pero es que, en esta ocasión se ha llegado al punto de que se ha subastado la vivienda de la finada sin antes haberse pasado nadie a comprobar el estado en el que se encontraba, o los secretos y sorpresas que pudiera encerrar en su interior. Y ¡menuda sorpresa! Subastan el cobijo que fue de nuestra alma, sin preocuparse por saber que es lo que ha habido en su interior, sin siquiera desnudarla, no con afán morboso o pornográfico –y esto si que es extraño que aún no haya sucedido- sino para hacer todo lo posible para dignificar su último tránsito.

En Roses, una momia sin voz, a través del silencio y la indiferencia manifiestos de los demás, ha hablado. Y su mensaje no ha podido ser más alarmante: caminamos solos entre la muchedumbre, con pasos acelerados hacia la muerte; hacia la muerte individual, pero también hacia la muerte colectiva. Eso, si en realidad ya no estamos muertos al haberse casi perdido totalmente nuestra esencia.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

En la feria del libro del año pasado hubo un coloquio entre dos escritores; su título: ¿Hay vida antes de la muerte? ya indicaba de lo que iba, y sí, parece que de alguna manera casi todos, si no todos, pasamos épocas más o menos largas, indefinidas parece que algunos, en que nuestros propios problemas hacen que nos cerremos a los demás, a que no los "veamos". Una forma de morir lenta, tan mala como otra cualquiera.
Besos alpinos. PAQUITA

Anónimo dijo...

No obstante, Paquita, independientemente del aislamiento psicológico e individualizado que pueda padecer todo ser humano, en función de los golpes y frustraciones que vaya recibiendo de la vida, existe otra realidad de aislamiento colectivo, con origen en motivos socio-económico-políticos que, si cabe, tienen una muy más difícil solución. Mañana trato de enviarte a tu correo algo un poquito largo que escribí por "encargo" hace tiempo al respecto.

Un beso