domingo, 4 de noviembre de 2012

Tribulaciones de una crisálida (XXXVIII)


El que murió mirando los espejos, inquieto, se revuelve en la espesura de su tumba de herrumbre: una fragancia rancia impregna el aire de esta mañana gris de otoño cáustico, penetra el manto estéril que lo abriga y agita su osamenta devastada: es el celeste atroz de la memoria reinventando pretéritos, turbando su descanso, haciendo añicos el mármol protector de las tinieblas. Estupefacto y trémulo, se niega a abrir los párpados, pero el espectro ciego del pasado, fundido a los efluvios que lo anegan, penetra en sus pupilas, como un manojo impúdico de espinas. Es la resurrección de lo imposible, de la esperanza absurda que un día lo abatiese sobre el légamo caudal de lo ficticio, ahogándolo en sus cauces. Sacando fuerzas de flaqueza, rompe el lóbrego epitafio -cal y olvido- que había aletargado sus anhelos, e irrumpe, quebradizo como rosa, de nuevo en el jardín de las quimeras. La oscuridad lo abate de un zarpazo. No ha sido, igual que antaño, siquiera flor de un día.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El hombre es capaz, como dices, de reinventar pretéritos, crear espectros con el pasado, y tener conciencia de sus desengaños, a diferencia de las bestias animales