lunes, 4 de febrero de 2013

El túnel del tiempo de las comunicaciones (2): Roma Siglo I DC (Carlos Parejo)


El invento del topógrafo hace que se hable de todo lo referente al espacio y la distancia como una geometría medible en millas y escenificable a través de mapas, y no sólo como una percepción personal. A la par, el imperio romano tiene sus limes, con sus puestos fortificados y sus aduanas. Se comunica entre sí organizadamente por las calzadas y vías de piedra, el precedente de las modernas autovías. O por el mare nostrum, que se abre en primavera con los carnavales y se cierra a la navegación cuando empiezan los temporales que anuncian el invierno.

Meteoro, mercader de especias orientales, gusta pasear por la mayoría de las ciudades romanas que, excepto la capital, tienen dimensiones modestas. Cada persona porta su identificación legal, pues ha de estar censada y empadronada. Hay quienes tienen el privilegio de ser ciudadanos latinos y romanos, y después están los emigrantes, que son otra cosa. Y, además, la escala de tratar a cada cual varía infinitamente según seas una persona libre, liberta o esclava. La costumbre del sometimiento de la mujer al varón, típica de los pueblos bárbaros, ha ido desapareciendo. Las mujeres romanas no tienen pelos en la lengua. Tienen derecho a sentarse a la mesa con los hombres, a insultar, a tener amantes y divorciarse, a salir solas por la calle…

Van pasando las horas: Prima, Tercia, Sexta, Nona. La calzada, le parece a Meteoro, va subiendo su corriente vital. Se hace más intenso el ruido producido por el roce -sobre las losas de piedra- de las sandalias de los transeúntes y las yantas de los carros. Cada cual lleva su traje distintivo. Todo el mundo se aparta voluntariamente cuando pasa la toga de un senador con franjas púrpuras en la manga; el soldado con su casco y penacho de plumas; o el pedagogo luciendo su capa y bastón, las barbas lacias y unas sandalias negras con cordones blancos. La dama de alcurnia se hace conducir en su litera o silla de manos y tiene su esclavo delantero, que se abre paso con el látigo, y dos niños pajes a ambos lados, vestidos con túnicas inmaculadamente blancas y con el pelo teñido de oro.

Los militares se reúnen en los gimnasios, espacios que les están reservados para su formación atlética. El resto de La ciudadanía acude a los templos, los foros, las tabernas y los baños públicos, donde se pasa todo el día tertuliando pausadamente. Meteoro observa que, después de la hora Quinta, los tenderos le hablan con abruptos monosílabos, esperando que retire prontamente la mercancía. Los taberneros se apresuran a echar el cierre a sus negocios. Todo el mundo camina con prisas. Nadie quiere perderse los juegos gladiatorios. ¡Cómo si fuera un partido de fútbol de los eternos equipos rivales¡. Allí descubre que ya se usa el lenguaje dáctilo-gráfico como una forma de comunicación masiva. Para determinar la muerte los espectadores inclinan el dedo pulgar boca abajo, y para la clemencia del vencido lo alzan hacia arriba. El gladiador triunfante recibe una corona de laurel y numerosos ramos de flores, regalo entonces no sexista.

Las masas abandonan el circo. Cae la noche en la ciudad, dejando sus excepciones luminosas. Las vías principales se identifican por las columnas luminarias de sus aceras. Puntualmente, linternas informan de los lugares de placer, las rojas para las prostitutas y las verdes para los homosexuales. Meteoro ha sido invitado a cenar por el cónsul Próculo. Allí, los nobles patricios, que han recibido una educación esmerada - griego, retórica, geografía e historia, ética y filosofía,…- hablan variada y refinadamente con sus comensales mientras les enseñan los curiosos tesoros de sus bibliotecas y pinacotecas para mayor lucimiento personal… Después, Próculo se ha tumbado en un triclinio y recita poesías picantes a una dama que se ha adueñado de sus ojos. También hay anfitriones tímidos e introvertidos que llegan a alimentar de gañote a algún personaje famoso para que, con sus chistes e imitaciones, le asegure una distinguida concurrencia a sus fiestas. Contrasta este refinamiento artístico y gramatical con el comportamiento de los romanos mientras se alimentan. Devoran entre seis y once platos con sus copas siempre llenas de los más variados vinos y licores. Arrojan los restos de sus tragos de la boca al suelo para que los esclavos los recojan. Están a la orden del día salivazos, pedos, eructos y vomiteras, que se provocan a sí mismos para poder seguir comiendo.

Allá en el campo, los correos militares no están tan ociosos. Recorren continuamente el imperio trasmitiendo avisos, mensajes y órdenes que mantienen la “pax” romana. Son tanto más importantes y urgentes de portar, cuanto lo sea el sello del anillo que imprime el remitente: un centurión, un senador, un procurador, un cónsul, o el mismo imperator.

© Carlos Parejo Delgado

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