lunes, 11 de marzo de 2013

El túnel del tiempo de las comunicaciones (7): Mi abuelo Adriano del Monte (año 1933) (Carlos Parejo)


Sorprendió a toda la familia. El día que cumplía veintiún años, o sea, la mayoría de edad legal, Adriano del Monte anunció que se iba del pueblo. Marchaba a Madrid, la capital artística, para triunfar como poeta “ultraísta”.

Pasó los años más difíciles de su vida, pues la familia le volvió la espalda. El único favor paterno fue recomendarlo como “pasante” en una de las mejores notarías. Desde su sillón en la sala de espera daba entrada a los clientes ante su Ilustrísima. Y se comunicaba a través de un moderno aparato -el interfono- que amplificaba automáticamente los sonidos de la habitación de al lado. Y, además, ponía y recibía las conferencias telefónicas -otro invento nuevo-que le encargaba su señor jefe.

Se levantaba antes de las ocho de la mañana en su habitación del hospedaje. La dueña le ponía diariamente el desayuno y la muda de ropa limpia y planchada. Almorzaba en el restorán “Isla de Saltés”. Allí se reunían sus paisanos huelvanos en la capital. Estos encuentros aliviaban las penas de su distanciamiento de la “Tierra chica”. Por la tarde se le encontraba casi siempre en “su” café. Tenía su propia mesa y cuatro asientos reservados. Era el garito para improvisar animadas tertulias con lo mejor de la tribu de poetas ultraístas de la capital.

Cuando paseaba por la Gran Vía, los humos y el ruido de automóviles y tranvías le eran menos agradables que la vida callada del campo. Pero, qué caray, uno podía emborrachar su imaginación de todos los objetos que deseaba, simplemente viendo los escaparates, cuando no entraba en alguno de los grandes almacenes. Éstos tenían muchos pisos y estaban equipados de los primeros ascensores mecánicos con botones en que se había montado en su vida. También abundaban cabarets, cafés cantantes, teatros de variedades y otros espectáculos donde encontrar compañías de vida fácil. ¡Y qué distinta era la capital¡- Allí las parejas no se escondían para besarse, ni nadie se escandalizaba de ver -en un parque- a un hombre tendido sobre una mujer.

No penséis mal. El noviazgo de mis abuelos duró cinco años y él siempre fue fiel. Y eso que sólo se encontraban durante sus breves estancias sureñas por navidades o verano. El resto del tiempo fue una relación sentimental alimentada con un abundantísimo género epistolar. Cartas iban y venían desde Huelva a Madrid cada tres o cuatro días. El abuelo Adriano las escribía los primeros años en el café o el restorán, donde siempre había tintero y pluma a su disposición. Después empezó a escribir sus cartas con máquina de mecanografiar, como en el despacho de notaría. Mi abuelita opinaba que eran unas maneras demasiado funcionarias de expresar los sentimientos íntimos, pero se entendían antes y mejor que las escritas a pluma y tintero con esa letra tan endiablada por lo pequeña, junta y retorcida. También se mandaban periódicamente “fotografías” hechas y retocadas en el estudio por el fotógrafo. Un lujo que, por lo novedoso, estaba al alcance de pocos enamorados. Cada vez que sucedía algo importante (una boda, un viaje, un nuevo corte de pelo o peinado…) se las intercambiaban a través del correo postal. El abuelo enmarcaba cada nuevo retrato al día siguiente de recibirlo. Acto seguido lo colocaba en su mesilla de noche. Y lo acariciaba y besaba, incluso le hablaba. Y con tanta frecuencia que parecía que ella estaba de verdad a su lado.

Mi abuelito Adriano fracasó como literato y se volvió de la capital a sus tierras del señorío de Carrión, limítrofes entre las provincias de Huelva y Sevilla. La abuela estaba ya cansada de tanta distancia y le instó a que atara con una cinta toda su correspondencia y se la devolviera para quemarla. Después de eso, toda relación entre los dos se hubiera dado oficialmente por terminada. Pero él no le hizo caso, sino que apareció por su casa con un anillo de oro y diamantes y un ramo de blancas azucenas para pedirla en matrimonio. ¡Cómo lloraron de emoción aquél día¡

Una vez casados, el abuelo se fue a vivir a su Casa Palacio campestre. Instaló su estudio literario en todo lo alto, en el mirador. Decía que allí estaba más cerca de las musas celestiales, a las que contemplaba desde el telescopio de su observatorio astronómico. La abuela no se lo creía. Argumentaba que era la excusa ideal para seguir con su vida bohemia y noctámbula. Ésta consistía en escuchar la radio –donde el mundo perdía sus confines y te acercaba desde el recitado de los lamas budistas a un concierto de jazz- y poner la más novísima música en su gramófono, en rodar cortometrajes y dar proyecciones de Cine, el que había sido bautizado como séptimo arte. Sus veladas convocaban a todos los intelectuales aristócratas de los contornos y duraban hasta altas horas de la madrugada.

El abuelo raramente se despertaba antes del mediodía, lo que no le impedía lograr pingues negocios financieros. Y es que desde el único teléfono que había en la comarca vendía o compraba acciones de empresas casi al instante de sufrir una brusca subida o bajada de su cotización en la Bolsa de Valores de la Corte madrileña. El secreto de su anónimo informante se lo llevó a la tumba.

(¢) Carlos Parejo Delgado

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