jueves, 20 de agosto de 2015

La mancha

Había probado todo tipo de posibles remedios: baba de ángel caído, vinagre de luciérnaga, jabón de viuda negra refinado, sangre pasteurizada de vampiro, semen de ahorcado en salazón, leche de hada madrina, diente molido de sirena, moco de terminator… Con el paso del tiempo, se hizo casi imperceptible al ojo humano. Pero siempre estaba presente: flotando en el silencio, anunciando el rocío, despedazando sueños, hurtándole el aroma a las magnolias. Olía a incomprensión y desencuentros. Siempre que fracasaba en su afán por sacarla, me invadía un sosiego preeminente, aunque ella me mirase con tristeza desde lo más profundo de sus ojos insólitos. Aquella tarde en que llegó exultante, me temí lo peor. Polvo de estrellas muertas, dijo. Lo aplicó de manera generosa y, apenas hubo frotado un poco, me esfumé sin remedio.

1 comentario:

Carlos dijo...

Onírico como un cuento de ETA Hoffman