lunes, 8 de mayo de 2017

Hogar, dulce hogar, los paisajes domésticos (11): La casa de verano de Alexei Karenin (1901). (Carlos Parejo)


En aquella pequeña población veraneaba la flor y nata de San Petersburgo. Lo hacía en los chalecitos de las afueras. Coquetas casas de dos plantas pintadas de blanco, con buhardillas bajo sus tejados de pizarra – a la moda francesa- y con un amplio porche delantero rodeado de un jardín con flores y césped. En él, las damas jugaban al croquet, resguardadas por la cancela de una sombreada avenida de tilos que conducía a un plácido lago rodeado de un parque.

El Señor Karenin se despertaba cada día con el melódico sonido del reloj de pared estilo Pedro I que había heredado de sus bisabuelos. Había, además, una docena de relojes de mesa y de pared dispersos por la casa, a los que daba cuerda y precisión un relojero alemán cada semana.

A cada hora señalada del día iban entrando las institutrices de francés e inglés de su hijo, y los preceptores de música, oratoria y dibujo. Los escuchaba recitar sus lecciones desde su gabinete de trabajo, bien en la butaca de roble y terciopelo donde leía las cartas y los periódicos del día (depositados en sendas bandejas por su mayordomo), bien mientras hacía gimnasia o jugaba al billar o los naipes con sus amigos; o cuando encendía un cigarro extraído de una caja de madera y lo dejaba en el cenicero de nácar, mientras dejaba vagar sus pensamientos.

Su gabinete tenía un escritorio con muchos y secretos departamentos, pegado a la chimenea y a la ventana, donde guardaba las cuentas familiares y de sus negocios. Las paredes estaban decorabas sobriamente, con cuadros pintados a , sus padres, a su mujer, a él mismo y a algunas amistades íntimas. Y en una esquina estaban los iconos que protegían a los habitantes de cualquier desgracia.

Su dormitorio tenía una gran cama de madera con cortinajes, un sofá y una jofaina con un pequeño espejo para lavarse. Allí cada día lo acicalaba su barbero habitual, recortando y poniendo brillantina a los cabellos, la barba, las patillas y los bigotes, y rasurándole el cutis de su cara.

Delante se encontraba una amplia antecámara donde lo vestía el mayordomo con las prendas de su gran armario guardarropía. Aquellas que se probaba delante de un gran espejo de cuerpo entero, eligiendo una docena de trajes cada temporada, diseñados a medida por uno de los sastres más afamados de la ciudad.

Para saber más: TOLSTOI, Alexander. Ana Karenina. Editorial Zeus. Madrid. 1969.

(¢) Carlos Parejo Delgado

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