lunes, 3 de julio de 2017

Historias de la calle Alfarería —Barrio de Triana (5). Siglo Diecinueve. (1) La cerca Hermosa. (Carlos Parejo)


Corre el año 1825, según recoge un discreto y modesto azulejo dispuesto en la pared junto a la entrada. He inaugurado uno de mis más preciados tesoros arquitectónicos, el corral de vecinos “La Cerca Hermosa”. Posee una única y campesina planta enjalbegada de cal y con bordes color albero, rematada por un techo suavemente inclinado, cubierto de pardas tejas morunas. Una vez que se traspasa su cancela se entra en un mundo distinto al de la calle Alfarería. Es un lugar más fresco, sosegado y amplio, donde habitas de modo íntimo y acogedor, pudiendo permanecer mucho rato al aire libre. Y es que la vida del vecindario gira en torno a un alargado y amplio corredor o patio comunal, que sólo se entrevé desde la cancela. Y ésta la guarda y vigila con esmero la portera que vive en una casita de ventanas pequeñas y estrechas, justo a su lado derecho. En el corredor-patio común hemos construido un rústico pozo que abastece un lavadero, cuyas prendas bien fregadas y escamondadas tendemos al sol en sus inmediaciones. También hemos plantado un gran árbol de sombra y un hermoso parral aéreo, bajo cuyas hojas y pámpanos verdes reunimos sillas y hamacas para las tertulias. A ambos lados hay puertas que dan acceso a una docena de pequeños departamentos; en sus fachadas cada cual ha puesto macetas para que crezcan éstas o aquellas flores, enredaderas o plantas. Y las paredes y ventanas también las hemos adornado con una nutrida colección de macetitas colgantes, desde vistosos geranios a clavellinas y jazmines para adornar los cabellos mujeriles, o plantas de albahaca para ahuyentar mosquitos.

El lento paso de las horas del día va acompañado de un cambiante juego de luces. La luz solar es esplendorosa, reflejándose en la cal, en pleno mediodía. Los ocasos y amaneceres tienen, sin embargo, un juego oscilante de sombras y luces, produciéndose un paulatino e imperceptible avance o retroceso de las primeras según la posición del sol respecto las paredes inmediatas, y los árboles y las plantas del patio. A media tarde, una vez pasada la hora de la siesta, hay un ambiente gozoso y de jolgorio. Sacamos cubos de agua fresca del pozo y baldeamos el suelo; así, su humedad ahuyenta el calor y atrae las primeras brisas nocturnas. Los niños aprovechan dicha tarea para imprevistos y alocados combates consistentes en arrojarse cubos de agua, y acaban poniéndose en cueros vivos, sin rubor a que se vean sus vergüenzas. Esta diversión dura hasta que la claridad se transforma insensiblemente en una sombra ceniza. Los hombres forman corros aparte y discuten de política o se arrancan con algunos cantes de la cava; Las mujeres –mientras bordamos o preparamos la cena al aire libre- cotilleamos de la vida del vecindario, despellejando por turnos a cualquier bicho viviente. Los niños juegan al toro, o a invasores franceses contra guerrilleros y bandoleros de Sierra Morena. Las niñas prefieren jugar a majas y castizas, con sus muñecas de trapo, al columpio o saltar a la comba.

Cuando me convierta en una casa con más de doscientos años de vida , más vieja que “Matusalem”, seré objetivo predilecto de las cámaras fotográficas de los turistas que transiten la calle Alfarería. Y, para estar a la altura, llenaré los muros de mi zaguán con vistosos azulejos trianeros. Luciré tantos diplomas como el vestíbulo del galeno más notable de Sevilla capital. Tendré escenas de la Giralda, de la Plaza de España, de la Torre del Oro y del Puente de Isabel II; retratos de nuestras veneradas imágenes, con la Blanca Paloma y la Esperanza al frente, etc. Para ese momento, ya no habrá ninguna casa campesina de una sola planta en el resto de la calle, y muy poquitas estarán encaladas como las de los pueblos blancos. Casi todo lo edificado será de dos, tres o más plantas. Sus fachadas ya no evocarán el caserío popular de la vega trianera, sino que serán insípidamente funcionales. Y es que para entonces la enfermedad de la especulación inmobiliaria me habrá dejado como “Isla del Tesoro” de la arquitectura vernácula de la Triana decimonónica. Cuando mi extraño sueño pasa a ser una pesadilla, me imagino a los paseantes de la calle Alfarería mirando –entre sorprendidos y encogidos- la amenazante y omnipresente silueta de una cercana y altísima torre que, con sus interminables 38 plantas, aspira llegar al cielo como una nueva Torre de Babel.

(¢) Carlos Parejo Delgado

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