lunes, 9 de octubre de 2017

Historias de la calle Alfarería —Barrio de Triana (18). Veraneo en otoño o el calentamiento global. (Carlos Parejo)


Hay dos Trianas bien diferentes, una para los turistas y otra para todo tipo de gentes. Lo podemos comprobar si al final de la calle Alfarería, torciendo a mano derecha, vemos el río, el puente de Isabel II y la Giralda por primera vez. Haremos decenas de fotos digitales para inmortalizar en las retinas una panorámica tan entrañable y mágica, a la vez que podremos escoger las mejores vistas cuando regresemos al hogar. Los niños, incluso, colocarán un candadito de recuerdo en la baranda del puente. A la derecha aparece la calle a la que llaman “Betis”, nombre romano del río. Es el punto álgido de la Triana para turistas. Toda su linealidad está repleta de bares de veladores con sombrillas, para deleitarse con la vista del río y la Sevilla antigua mientras se almuerza, como otras decenas de guiris. Los camareros de diversas nacionalidades te asaltan con sus cartas de menús escritas en varios idiomas. Como cualquier territorio de turismo masivo, los residentes se han ido yendo para alquilar apartamentos turísticos a los visitantes. Incluso hay una mayoría de locales comerciales pensando en el turista, que han desplazado al comercio de barrio hacia las entrañas del arrabal trianero.

Asimismo, hay establecimientos de cocina internacional entremezclados con los que ofrecen “the best andalucian kitchen”. No sabría cual elegir. Marroquíes y argentinos ofrecen “carne a la brasa” que se antoja de digestión pesada para el calor que hace. Lo mismo ocurre con los dedicados a “pizza” y “comida mejicana”. Hay también los de “ostras”, “comida japonesa” y “comida china” en el entorno del mercado de abastos. Después de muchos dimes y diretes elegimos un coqueto restaurante de “pescaito frito”. Sus puertas de cristales están abiertas de par en par, y sus camareros y decoración parecen más autóctonas y nativas. Pero la verdad es que, para el altísimo precio a que sale cada pieza de animal marino, este alimento resulta tremendamente ligero y liviano en el estómago. El encargado se justifica: “Miarma, el pescaíto fresco anda escasito y no baja de los treinta euros en el merkao, después hay que enharinarlo o adobarlo, freírlo, servirlo, bla, bla, bla...”

A media tarde, tras visitar el museo de la Maestranza y la Torre del Oro, nos sentimos tan vacíos de fuerzas y con los cerebros tan derretidos por el sol, al que aquí llaman “el Lorenzo”, que nos metemos en un cine de los que anuncian como “de invierno”. Y hacen honor a su denominación pues la temperatura es tan gélida en su interior que tenemos que embutirnos en chándales y jerseys, y allí sentados recuperamos el aliento y la fuerza vital, saliendo cuando ya anochece.

(¢) Carlos Parejo Delgado

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